Payasa délfica

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El enigma de la incertidumbre

Thursday, July 08, 2010

Perfiles (IV). La patética figura del frustrado ciclotímico

Hoy hablaremos de un colectivo menor. Muy menor. Menor en número e intensidad (mediocre, imbécil e hijodeputa son un género que abarca a un fabuloso elenco de sujetos, ya saben).

Pero, sobre todo, menor en autoestima, orgullo y dignidad. El acomplejado vitalicio, el Don Nadie de la Mancha. Un feroz envidioso, un nostálgico de nada. Un reflejo grotesco y miserable.

Es una mezcla de caracteres con peculiaridades que lo distinguen y lo convierten en un tipo único.

El frustrado ciclotímico es un imbécil, sí. Pero con matices. No es físicamente aceptable (nuestro protagonista es feo, y lo sabe). Y colecciona una fenomenal gama de rechazos que le han ido forjando un carácter huraño, patético y resentido. A los 15 añitos, “no llaméis al tío ese, que nos da vergüenza que nos vean con él”. A los 25, “qué poca gracia, y además es un sobón y un palizas”. A los 35, babeando como él solo sabe, “siempre le queda el recurso de internet, le salvan las nuevas tecnologías”. Y no babea por un polvo, no. A los 35 ya es consciente de que su éxito se alcanza con una mirada neutra, sin desprecio. Es suficiente para nuestro personaje. Los 45, 50, 55….ya ha alcanzado el sublime patetismo.

Tampoco es un hijodeputa. No en esencia. Es un individualista, sí. Pero forzado. Arrinconado en su esquina. Un marginal de carrera (que, como veremos, es su mayor formación académica). Aspira a hijodeputa, claro. Y se queda en putativo. Quiero y no puedo.

Y tiene algo de mediocre, verbigracia. Es inseguro e irrelevante. Carece de la natural y tibia humildad del mediocre, y eso le distingue. Nuestro frustrado es víctima de sus complejos. Los humaniza y se siento ultrajado por ellos, humillado. Se siente perseguido. Hasta un día le pareció que unos turistas húngaros le sonreían con desdén y mofa al preguntarle por una calle.

Limitado en esencia, el frustrado ciclotímico es malo. Muy malo. Y peor sería si no fuera un tullido de las emociones. Un adlátere de la catástrofe. Estamos en un centro de trabajo. Nuestro protagonista, sin apenas formación ni experiencia de vida, ha alcanzado un cargo de cierta relevancia. Ya es jefecillo, claro, que en España el tontolasnarices tiene madera de ministro. Ordena con inseguridad quebrada. Grita y se enerva sin reparos. Sin motivo. “Estoy hasta los cojones, joder. El jefe soy yo”. No repara en ridiculizar al compañero, si se siente cuestionado. En gritar y amenazar si alguien aporta un punto de vista que él, claro, no había contemplado. Y sus formas bruscas y miserables se hacen aún más escandalosas si le cuestiona un hombre (el frustrado ciclotímico es hombre, su alter ego es la sibilina acomplejada). Y si el hombre es más joven (y más guapo, más listo y más todo, lo que no es noticia) y le cuestiona delante de alguna mujer, su feroz pataleta se convierte en odio. Un odio visceral, desde las entrañas. Un odio envidioso que convierte a nuestro hombre en infraser.

Las mujeres de su entorno se debaten entre un respetuoso desprecio, una sincera lástima y la condescendencia femenina hacia los lisiados. Con ellas trata de ser encantador. Las piropea, con la poca clase del lisiado. Las considera superiores, etéreas. Es lo que tiene follar poco, se idealiza a la mujer y se habla de sexo de manera compulsiva. Lejos de la chispa del piropeador profesional (un tipo peculiar, sin duda, y eficaz en su objetivo), nuestro frustrado ciclotímico es burdo. Irreverente. Una versión masculina y aumentada de la mal follá. O de la ná follá.

Una figura infame. Un Dachau de las emociones, un Auschwitz de la estética. Un personaje a esquivar.

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